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El primer nombre de oro en el gran siglo de la literatura española (tan grande que ocupó dos) fue además una figura clave en la historia de nuestras letras, para las que dejó una nueva concepción rítmica, traída por su amigo Juan Boscán de Italia. Garcilaso no fue el primero en intentar los metros italianos que hoy siguen siendo la hechura natural del verso español, pero llevó esa novedad a su máxima expresión, naturalizándola para el castellano y creando un molde flexible y duradero. Como hombre de su tiempo, las armas y las letras le ocuparon sin contradicción, y murió con poco más de treinta años, ejerciendo apasionadamente el oficio militar. El fruto de la otra tarea fue necesariamente breve (sesenta y cuatro textos), pero su lectura y aprovechamiento es interminable. Soneto, oda, égloga, canción, copla… encontraron su perfección formal en la voz emocionada de un creador incomparable. Emparentado con la aristocracia de su época (tanto literaria como política) tuvo una vida novelesca que se entrevera con los acontecimientos y las figuras contemporáneas más importantes. De la guerra de las Comunidades a la coronación de Carlos V como emperador del sacro imperio romano-germánico, no hubo acontecimiento capital de su momento del que no fuese testigo y protagonista. Además de militar, fue diplomático y regidor, y viajó por Europa en misiones de guerra y paz según los casos. Gozó del favor de Carlos I y por orden suya estuvo confinado en una isla del Danubio. Vivió amores apasionados y dejó su impronta en versos que no borrará el tiempo. Nada de lo humano le fue ajeno: glorias y miserias, fortunas y adversidades... Y todo fue inmortalizado con un arte verbal de rara claridad y hondura. Pocos han conseguido aunar con tan natural artificio verdad e imaginación, transparencia y complejidad, inteligencia y emoción, y nadie ha encarnado con mayor prestancia e intensidad el doble papel que dignificaba a un hombre de su tiempo como caballero de acción y pensamiento.

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JAVIER GARCIA-ALMUZARA